Søren Kierkegaard, El instante, traducción del danés de A. R. Albertsen, en colaboración con M. J. Binetti, O. A. Cuervo, H. C. Fenoglio, A. M. Fioravanti, I. M. Glikmann y P. N. Gorsd, Madrid, Trotta, 2006, 204 pp. ISBN: 84-8164-867-1.
El 24 de mayo de 1855, apenas seis meses antes de su muerte, Søren Kierkegaard entregaba al lector el primero de los diez fascículos que llevarían el nombre de El instante y que durante cuatro meses inundarían las calles de Copenhague, al modo de panfletos de divulgación masiva destinados a la denuncia pública de la Iglesia Luterana Dinamarquesa. Nueve números le sucederán a este primer fascículo y el último de ellos quedará inédito, tras la sorpresiva muerte de su autor, el 11 de noviembre del mismo año.
Con el título El instante, Kierkegaard retoma una de las categorías centrales de su pensamiento. El instante, tal como su pensamiento lo entiende, no es un átomo del tiempo sino “la irrupción de la eternidad” (p. 187) en el fluir indetenible de lo temporal, por cuya intervención el tiempo adquiere un sentido absoluto, mientras lo eterno alcanza su existencia efectiva. Tampoco es el instante una categoría cosmológica o abstracta sino una determinación del espíritu subjetivo o, mejor, él es la realidad misma del espíritu, concretada en la decisión del singular. “El instante llega cuando el hombre está ahí, el hombre indicado, el hombre del instante” (p. 187), que de repente y de un golpe asume la verdad de su propia existencia. Y tal es Kierkegaard mismo, quien decidirá en El instante el sentido último de su vida y de su obra.
El contenido del presente texto podría resumirse en 2 grandes ejes: el primero consiste en el ataque más directo y vehemente a la Iglesia oficial de Dinamarca que Kierkegaard jamás haya arremetido; el segundo reside en la llamada a una auténtica conversión interior, que recupere el ideal originario del cristianismo, perdido y denigrado por 1800 años de cristiandad.
La cristiandad es para Kierkegaard una institución cultural y política, que durante 1800 años usufructuó el mensaje de Cristo a fin de domesticar al vulgo y proteger los intereses económicos de la jerarquía. En este contexto se ubica la Iglesia oficial de Dinamarca, asimilada al poder estatal y ocupada en conseguir los favores del mundo. En la Iglesia Luterana Dinamarquesa Kierkegaard denuncia “la blasfemia más tremenda” (p. 41) cometida contra Dios, “una infamia” (p. 137) y “una pura mentira” (p. 131), que lucra con el rebaño de los contribuyentes mientras vende su alma a la mediocridad y a la hipocresía. La cristiandad es “un hecho absolutamente criminal” (p. 129, p. 45), “una formidable canallada” (p. 65) y participar de ella es “burlarse de Dios” (p. 124), a tal punto que “por dejar de participar del culto divino oficial tal como es ahora tienes una culpa menos” (p. 170). Los pastores –o mejor dicho, los funcionarios de la realeza– son “parásitos” (p. 64), “mentirosos comprometidos por juramento” (pp. 126-7) y “antropófagos de la forma más abominable” (p. 175), porque aparentan ser los salvadores de aquel a quien se devoran. El pastor es un “ladrón” (p. 178), un “sofista” (p. 189), un “vomitivo” (p. 25), y su sociedad constituye la “raza de víboras” (p. 51) que Cristo más ha aborrecido. El ataque de Kierkegaard, válido para la cristiandad en general, está particularmente dirigido contra Jacob P. Mynster y Hans L. Martensen, ambos obispos sucesivos de Selandia y cabezas visibles de la jerarquía eclesiástica danesa, contemporánea a Kierkegaard.
Con esta abierta denuncia a la iglesia oficial, Kierkegaard muere, tras una breve hospitalización. Dicho de otra manera, en esta denuncia dejó su vida. Podríamos preguntarnos qué hubiese pasado de no haber terminado su vida en ese instante. Quizá la acusación de ateísmo e impiedad habría pesado sobre el filósofo danés, tal como ha pesado sobre el destierro ateniense, sobre el medioevo inquisitorial y sobre todos aquellos filósofos que han intentado salvar la religión de su expropiación clerical. Quizás un procesamiento jurídico lo habría lanzado a la prisión, tal como lo hizo con su sobrino Henrik Lund, quien por defender la denuncia kierkegaardiana debió pagar una fianza para recuperar su libertad. Lo cierto es que Kierkegaard murió en el instante decisivo de la verdad, como para no dar ya lugar a la mentira.
El ataque a la iglesia remite a la segunda gran cuestión del texto, a saber, ¿qué es para Kierkegaard el cristianismo verdadero? Si los 1800 años de cristiandad han sido una estafa oficializada, ¿qué podría ser el cristianismo, habida cuenta de que su doctrina, su culto y hasta sus mismos textos sagrados han sido el producto tardío de la iglesia oficial? Kierkegaard responderá: “el cristianismo en realidad no ha entrado en el mundo, se quedó en el modelo y a lo sumo en los apóstoles, pero ya estos lo predicaron dando tanta importancia a la difusión que allí comenzó la distorsión” (p. 77). El cristianismo de Kierkegaard no es ni una doctrina, ni una congregación histórica, ni un culto, ni un chorrito de agua bendita. Él es una comunicación de existencia, una realidad puramente espiritual, un asunto de conciencia caracterizado por el dolor, la renuncia y el martirio. Ser cristiano es “ser infeliz” y “sufrir para esta vida” (p. 102), vivir en “un valle de lágrimas” (p. 76), “odiarse a sí mismo y, por lo tanto, a los otros hombres, al padre, a la madre, a su propio hijo, a su esposa” (p. 80). En virtud de esta cruel exigencia, se ha considerado a Kierkegaard como el más inhumano de todos los pensadores y se ha justificado el hecho de que un tal cristianismo nunca haya existido. Esta sería efectivamente la situación si el martirio fuese para Kierkegaard la última posibilidad de la existencia auténtica. Pero no lo es.
La filosofía kierkegaardiana se mueve en categorías totalmente dialécticas, y para lo dialéctico la última posibilidad es siempre afirmativa. Ciertamente, la manifestación del espíritu exige su absoluta negación, exige esa “reduplicación” (p. 80) que conoce la noche más absoluta y es capaz de permanecer en ella. El ser de lo divino sólo puede existir en la nada de lo humano, pero es precisamente esta “contemporaneidad” (p. 156) con lo absoluto, la insistencia temporal de lo divino, el destino de una negación capaz de recuperar la inmediatez en la segunda vuelta del espíritu.
La presente edición ofrece por primera vez al castellano la palabra final de la producción kierkegaardiana. Esta traducción, realizada directamente del original danés, cuenta con la cuidadosa elaboración de un equipo interdisciplinario, que ha privilegiado la literalidad a la elegancia estilística y la claridad al rigor literal. Se ha intentado conservar la extensión, la forma, el ritmo y la puntuación del texto original, sin menoscabo de una ágil y comprensible lectura.
María J. Binetti
Ciafic – Conicet